🧬Antes de la doble hélice: las piezas clave que construyeron el ADN

El pasado 6 de noviembre de 2025 falleció James Dewey Watson, una de las figuras más emblemáticas de la biología molecular moderna. Su nombre quedará para siempre vinculado al descubrimiento de la estructura tridimensional del ácido desoxirribonucleico (ADN), junto con Francis Crick, con quien publicó en 1953 el famoso modelo de la doble hélice. Este descubrimiento no solo revolucionó la biología y la medicina, sino que marcó el inicio de una nueva era: la de la genética molecular. La doble hélice se convirtió en un ícono del conocimiento científico del siglo XX y dio pie a una de las revoluciones más profundas en la comprensión de la vida.

No obstante, como ocurre frecuentemente en la historia de la ciencia, los grandes hallazgos rara vez surgen de un momento aislado de inspiración o del trabajo de unos pocos individuos. Por el contrario, son el resultado de una red compleja de descubrimientos previos, avances técnicos acumulativos, colaboraciones visibles e invisibles, y muchas veces también, disputas o apropiaciones de conocimiento. El modelo de Watson y Crick fue posible gracias al trabajo de numerosas personas que, desde distintas disciplinas y enfoques, fueron construyendo el conocimiento necesario para alcanzar esa comprensión.

Entre esas figuras hay nombres que la historia ha consagrado, pero también hay científicas y científicos cuyas contribuciones fueron ignoradas, minimizadas o directamente invisibilizadas. El caso de Rosalind Franklin, cuya fotografía de difracción de rayos X (la famosa Fotografía 51) fue clave para que Watson y Crick formularan su modelo, es uno de los ejemplos más notorios de cómo el género y la jerarquía institucional han influido en el reparto del reconocimiento científico.

Este artículo tiene como objetivo recuperar la historia completa del descubrimiento de la estructura del ADN, enfocándose en las piezas esenciales que, durante casi un siglo, prepararon el camino para que finalmente se pudiera descifrar el código de la vida. Al hacerlo, proponemos también una mirada crítica, informada y justa sobre los procesos colectivos que construyen el conocimiento científico, reconociendo tanto a quienes fueron celebrados como a quienes fueron silenciados.

Antes del merecido homenaje a James D. Watson por su contribución al campo de la biología molecular, es fundamental contar la historia completa. Porque la ciencia también necesita memoria, perspectiva y justicia histórica.

El primer paso documentado hacia el descubrimiento del ADN lo dio Friedrich Miescher, un joven bioquímico suizo que trabajaba en el laboratorio de Felix Hoppe-Seyler en la Universidad de Tubinga, Alemania. En 1869, Miescher se propuso investigar la composición química del pus presente en vendajes quirúrgicos recogidos de un hospital local. Su objetivo inicial era estudiar las propiedades de los glóbulos blancos, pero en el proceso realizó un hallazgo extraordinario.

Miescher logró aislar una sustancia desconocida localizada en el núcleo de las células. Esta sustancia no tenía las propiedades químicas de las proteínas ni de los carbohidratos, y contenía una proporción particularmente alta de fósforo. Intrigado, Miescher la denominó “nucleína”, haciendo referencia a su origen nuclear. Hoy sabemos que esa sustancia era ácido desoxirribonucleico, o ADN.

Friedrich Miescher

A pesar de la importancia del descubrimiento, ni Miescher ni la comunidad científica de su época comprendieron la magnitud de lo que había encontrado. La biología celular y la teoría de la herencia estaban en una etapa incipiente, y nadie sospechaba que la “nucleína” pudiera tener relación alguna con la transmisión de características hereditarias. En aquel entonces, la herencia era un misterio que apenas comenzaba a ser explorado gracias a los trabajos redescubiertos de Gregor Mendel.

El hallazgo de Miescher, sin embargo, sentó un precedente crucial. No solo fue el primero en aislar el ADN, sino que también inició una nueva línea de investigación sobre la composición molecular del núcleo celular. Su descubrimiento pasó casi desapercibido en su momento, pero más tarde se reconocería como el punto de partida de la biología molecular moderna. Hoy, su trabajo es considerado uno de los cimientos sobre los que se construyó la ciencia del ADN.

Este episodio también pone de manifiesto cómo los grandes avances científicos pueden comenzar con preguntas sencillas y observaciones cuidadosas, incluso en condiciones experimentales humildes. Miescher no tenía idea de que había abierto la puerta a una de las más grandes revoluciones de la ciencia moderna.

Durante las primeras décadas del siglo XX, la comprensión de la estructura y composición química de los ácidos nucleicos avanzó significativamente gracias al trabajo del bioquímico ruso-estadounidense Phoebus Aaron Theodor Levene. Trabajando en la prestigiosa institución Rockefeller Institute for Medical Research en Nueva York, Levene identificó correctamente los componentes fundamentales del ADN: una base nitrogenada (adenina, timina, citosina o guanina), un azúcar de cinco carbonos (desoxirribosa) y un grupo fosfato.

Levene también describió la estructura de los nucleótidos, unidades básicas del ADN y del ARN, y propuso que estos se unían entre sí a través de enlaces fosfodiéster para formar largas cadenas polinucleotídicas. Este aporte fue crucial, ya que proporcionó una base química sólida para entender la arquitectura de los ácidos nucleicos.

Phoebus Aaron Theodor Levene

Sin embargo, Levene también es conocido por su “hipótesis del tetranucleótido”, según la cual el ADN estaba formado por unidades repetitivas de los cuatro tipos de nucleótidos en proporciones iguales y en una estructura cíclica. Esta idea, aunque incorrecta, fue altamente influyente y contribuyó a la percepción del ADN como una molécula demasiado simple y repetitiva para contener información genética compleja.

La hipótesis de Levene ralentizó el avance de la biología molecular durante varias décadas, al desviar la atención hacia las proteínas como las verdaderas candidatas al rol de portadoras de la información genética. Las proteínas, con su diversidad estructural, parecían más adecuadas para una función tan sofisticada.

No obstante, es importante reconocer que el trabajo de Levene fue pionero en muchos aspectos. Sentó las bases químicas para la comprensión posterior del ADN y formó a generaciones de bioquímicos que continuarían desarrollando la biología molecular. Su historia ilustra cómo incluso los modelos erróneos pueden impulsar la ciencia al generar nuevas preguntas y desafíos. La ciencia avanza no solo por aciertos, sino también por la superación de errores conceptuales previos.

Uno de los momentos más decisivos en la historia de la biología molecular ocurrió en la década de 1940, cuando un grupo de investigadores del Rockefeller Institute —Oswald Avery, Colin MacLeod y Maclyn McCarty— publicó en 1944 los resultados de un experimento que cambiaría para siempre la comprensión del material hereditario.

Su trabajo fue una extensión del experimento previo realizado en 1928 por Frederick Griffith, quien había observado que bacterias no patógenas del tipo Streptococcus pneumoniae podían “transformarse” en patógenas cuando eran mezcladas con cepas muertas de bacterias virulentas. Sin embargo, Griffith no pudo identificar cuál era la sustancia responsable de dicha transformación.

Avery, MacLeod y McCarty se propusieron responder esta pregunta clave: ¿cuál era la molécula responsable de transmitir la información biológica que causaba ese cambio de comportamiento en las bacterias? Para ello, diseñaron una serie de experimentos meticulosos en los que eliminaron sistemáticamente cada uno de los principales componentes celulares (proteínas, ARN y ADN) para observar cuál de ellos era necesario para inducir la transformación.

Sus resultados fueron contundentes: solo cuando el ADN se mantenía intacto, la transformación ocurría. Si el ADN era destruido por enzimas, la transformación ya no se producía. Este hallazgo demostraba que el ADN —y no las proteínas, como se creía ampliamente en esa época— era el portador de la información genética.

El estudio fue publicado en el Journal of Experimental Medicine bajo el título “Studies on the chemical nature of the substance inducing transformation of pneumococcal types”. A pesar de su importancia, fue recibido con escepticismo por muchos científicos. En ese momento, la idea de que una molécula tan aparentemente simple como el ADN pudiera contener la información de la vida era difícil de aceptar, especialmente cuando las proteínas parecían más complejas y versátiles.

Hoy se reconoce este trabajo como el verdadero inicio de la biología molecular moderna. Avery y su equipo no solo aportaron evidencia experimental clave, sino que también introdujeron una metodología rigurosa que sentó las bases para investigaciones posteriores. Paradójicamente, Avery nunca recibió el Premio Nobel, a pesar de que muchos científicos lo consideran uno de los grandes olvidados de la historia de la ciencia.

Ocho años después del trabajo pionero de Avery, MacLeod y McCarty, la comunidad científica seguía dividida sobre si el ADN era realmente el material genético. A pesar de la evidencia experimental, muchos investigadores continuaban creyendo que las proteínas, por su complejidad estructural, eran las principales candidatas a portar la información hereditaria.

En este contexto, el experimento realizado en 1952 por Alfred Hershey y su asistente de laboratorio, Martha Chase, se convirtió en la prueba decisiva que resolvió la controversia. Su trabajo, conocido como el “experimento del fago”, utilizó virus bacteriófagos (específicamente el fago T2), que infectan bacterias introduciendo en ellas su material genético.

Hershey y Chase diseñaron un ingenioso experimento en el que marcaron radiactivamente dos componentes distintos del virus: el ADN con fósforo-32 (32P) y las proteínas de la cápside con azufre-35 (35S), aprovechando que el ADN contiene fósforo y las proteínas contienen azufre. Luego permitieron que los virus infectaran a bacterias Escherichia coli y, mediante un proceso de centrifugación, separaron las bacterias del resto del medio.

Los resultados fueron concluyentes: el ADN radiactivo (32P) se encontró dentro de las bacterias, mientras que las proteínas radiactivas (35S) permanecieron fuera. Además, las bacterias infectadas comenzaron a producir nuevos virus, demostrando que era el ADN viral el responsable de transmitir la información necesaria para su replicación.

Este experimento, publicado en la revista The Journal of General Physiology, proporcionó la confirmación definitiva de que el ADN era el material genético, cerrando una etapa de incertidumbre y abriendo el camino para investigaciones centradas en su estructura.

A pesar de la importancia del experimento, el nombre de Martha Chase ha sido tradicionalmente minimizado en la historia oficial. A menudo se recuerda solo a Hershey, quien recibiría el Premio Nobel en 1969 junto a Max Delbrück y Salvador Luria. Chase, en cambio, no fue reconocida por su papel esencial en el diseño y ejecución del experimento.

El caso de Chase es representativo de una problemática más amplia en la historia de la ciencia: la subrepresentación y escasa visibilidad de las mujeres científicas. Su trabajo, sin embargo, fue fundamental para afianzar la idea de que el ADN, y no las proteínas, es el portador de la información genética, consolidando las bases de la genética molecular.

En los primeros años del siglo XX, cuando la comunidad científica apenas comenzaba a integrar la teoría mendeliana con la citogenética, una investigadora estadounidense llamada Nettie Maria Stevens realizó un descubrimiento fundamental para entender la base cromosómica de la determinación sexual. En 1905, trabajando con escarabajos de la especie Tenebrio molitor, Stevens observó sistemáticamente las diferencias en los cromosomas presentes en las células sexuales de machos y hembras.

Nettie Maria Stevens

Mediante cuidadosos estudios de espermatogénesis bajo el microscopio, Stevens identificó que los espermatozoides masculinos contenían dos tipos de cromosomas sexuales: uno grande (que hoy llamamos X) y uno pequeño (Y), mientras que las hembras siempre aportaban dos cromosomas grandes (XX). A partir de estos hallazgos, concluyó que el sexo de la descendencia estaba determinado por el tipo de espermatozoide que fertilizaba al óvulo: si contenía un cromosoma X, el resultado era una hembra (XX); si era un cromosoma Y, se desarrollaba un macho (XY).

Cariotipo masculino humano de alta resolución de los cromosomas X/Y

Este descubrimiento fue revolucionario porque establecía una relación clara y directa entre la herencia mendeliana y la estructura cromosómica, fortaleciendo el modelo emergente de la teoría cromosómica de la herencia. Aportó, además, evidencia empírica concreta sobre cómo ciertas características biológicas, como el sexo, podían estar vinculadas a elementos específicos dentro del núcleo celular.

A pesar de la solidez de su trabajo, Stevens fue opacada por su contemporáneo Thomas Hunt Morgan, quien inicialmente se mostró escéptico respecto a la idea de los cromosomas sexuales. Ironícamente, años después, Morgan recibiría el Premio Nobel en 1933 por sus investigaciones con la mosca de la fruta (Drosophila melanogaster), que consolidaron la genetica cromosómica. Stevens, por su parte, murió en 1912 a la edad de 50 años, sin haber recibido el reconocimiento que merecía.

Su legado fue ignorado durante décadas en los libros de texto, pese a que su trabajo fue uno de los primeros en demostrar experimentalmente que los cromosomas estaban directamente relacionados con la expresión de caracteres hereditarios. Hoy, gracias al trabajo historiográfico de varias investigadoras y movimientos feministas en la ciencia, se ha recuperado su figura como pionera de la genetica moderna y referente para las generaciones futuras de mujeres científicas.

El caso de Nettie Stevens es paradigmático: representa tanto una contribución esencial al conocimiento científico como una historia de invisibilización marcada por el género y la estructura patriarcal de la ciencia académica de su época.

Una de las figuras más complejas y trascendentales en la historia del descubrimiento de la estructura del ADN es la de Rosalind Franklin, una científica británica cuya formación en física y química la llevó a especializarse en cristalografía de rayos X, una técnica fundamental para desentrañar la arquitectura molecular.

Franklin comenzó a trabajar en 1951 en el King’s College de Londres, donde fue asignada al estudio de los ácidos nucleicos. Desde el principio, su metodología se caracterizó por la meticulosidad experimental, la precisión en la recolección de datos y una gran cautela en la interpretación de resultados. Su enfoque contrastaba con el de otros colegas más especulativos, lo cual la llevó a tener conflictos con figuras como Maurice Wilkins, con quien compartía laboratorio en condiciones poco claras respecto a jerarquías y responsabilidades.

El trabajo de Franklin fue decisivo para esclarecer la estructura helicoidal del ADN. Utilizando difracción de rayos X sobre fibras de ADN hidratado, logró obtener imágenes de una calidad sin precedentes. Entre ellas se encontraba la ya legendaria “Fotografía 51”, capturada en 1952 por su estudiante Raymond Gosling bajo su dirección. Esta imagen mostraba un patrón de difracción en forma de X, característico de una doble hélice con simetría helicoidal y un paso regular.

Sin embargo, y sin que Franklin fuera consultada o informada, Wilkins mostró la Fotografía 51 a James Watson, quien en ese momento trabajaba con Francis Crick en el laboratorio Cavendish de Cambridge. Al ver la imagen, Watson comprendió inmediatamente su significado estructural, lo que les permitió afinar su modelo de la doble hélice, justo en el momento en que competían por publicar antes que otros grupos.

Franklin, por su parte, estaba desarrollando de forma independiente sus propios modelos basados en datos experimentales, y tenía reservas sobre la validez de especulaciones no fundamentadas. Aunque sus contribuciones aparecieron en un artículo complementario al de Watson y Crick en la publicación conjunta en Nature (abril de 1953), su nombre no fue incluido como coautora ni se reconoció su papel decisivo en el modelo final.

Rosalind Franklin falleció trágicamente de cáncer de ovario en 1958, a la edad de 37 años. Dado que el Premio Nobel no se otorga de forma póstuma, no fue considerada cuando Watson, Crick y Wilkins recibieron el galardón en 1962. Por décadas, su historia permaneció relegada a notas al pie o menciones marginales, hasta que investigaciones historiográficas y movimientos por la equidad de género en la ciencia comenzaron a rescatar su legado.

Hoy, Franklin es reconocida como una de las figuras más importantes en el descubrimiento de la estructura del ADN. Su rigurosidad, su compromiso con la evidencia empírica y su papel como pionera en un ambiente dominado por hombres la convierten en un símbolo de la lucha por el reconocimiento de las mujeres en la ciencia. Su historia también nos recuerda que la ciencia necesita ética, transparencia y justicia para honrar verdaderamente a quienes construyen el conocimiento.

Maurice Wilkins fue un biofísico neozelandés-británico que trabajó en el King’s College de Londres y que, junto con Rosalind Franklin, estaba involucrado en la aplicación de la cristalografía de rayos X al estudio de la estructura del ADN. Aunque compartían laboratorio, la relación profesional entre Wilkins y Franklin fue tensa desde el inicio, en parte debido a malentendidos administrativos que llevaron a Wilkins a asumir que Franklin trabajaba como su asistente, cuando en realidad tenía su propia línea de investigación independiente.

Maurice Wilkins

Wilkins también realizaba experimentos con difracción de rayos X, pero los datos que él generaba eran menos precisos que los de Franklin. No obstante, tuvo acceso a resultados obtenidos por ella y, en un gesto que ha sido objeto de críticas éticas durante décadas, mostró la Fotografía 51 a James Watson sin el consentimiento informado de Franklin. Este acto tuvo un impacto directo en la capacidad de Watson y Crick para construir su modelo tridimensional del ADN, al proporcionar evidencia visual clave sobre la estructura helicoidal de la molécula.

A pesar de este episodio controvertido, Wilkins hizo contribuciones significativas al proyecto de elucidación de la estructura del ADN. Fue coautor del artículo complementario publicado en Nature en 1953, junto con su grupo de investigación, y continuó trabajando en la cristalografía del ADN durante muchos años, desarrollando un perfil respetado dentro de la comunidad científica internacional.

En 1962, Wilkins fue galardonado con el Premio Nobel de Fisiología o Medicina junto con James Watson y Francis Crick, por el descubrimiento de la estructura del ADN. Rosalind Franklin, fallecida en 1958 a los 37 años, no fue considerada para el premio, oficialmente debido a la política de la Fundación Nobel de no otorgar el galardón de forma póstuma.

Hoy, la figura de Maurice Wilkins sigue siendo ambivalente en la historia de la ciencia: por un lado, se le reconoce como un investigador competente que hizo aportes importantes; por otro, su rol en la divulgación no autorizada del trabajo de Franklin ha sido severamente cuestionado por historiadores y analistas contemporáneos, quienes consideran que su acción contribuyó a la invisibilización de una de las científicas más brillantes del siglo XX.

En 1953, dos jóvenes científicos, James Watson (estadounidense) y Francis Crick (británico), trabajando en el Laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge, propusieron un modelo para la estructura del ácido desoxirribonucleico (ADN) que cambiaría para siempre el rumbo de la ciencia. Apoyados en una combinación de datos experimentales, información compartida informalmente y especulación teórica basada en modelos moleculares, lograron describir la ahora famosa “doble hélice”.

Este modelo estructural explicaba con elegancia y claridad la función biológica del ADN. Watson y Crick propusieron que la molécula estaba formada por dos cadenas polinucleotídicas enrolladas entre sí en sentido helicoidal, unidas por pares de bases nitrogenadas complementarias: adenina (A) con timina (T) y guanina (G) con citosina (C). Además, las cadenas tenían orientaciones opuestas (antiparalelas), lo cual facilitaba el proceso de replicación: cada hebra podía servir como plantilla para sintetizar una nueva.

La pieza clave que les permitió completar el modelo fue la Fotografía 51, obtenida por Rosalind Franklin y mostrada a Watson por Maurice Wilkins sin autorización expresa. Al observar esa imagen, Watson reconoció el patrón helicoidal característico de una doble hélice, lo que consolidó sus ideas y permitió a ambos científicos construir un modelo tridimensional preciso utilizando herramientas de modelado molecular.

Su artículo fue publicado el 25 de abril de 1953 en la revista Nature, en una edición histórica que incluyó tres trabajos: el primero, firmado por Watson y Crick, describía el modelo de la doble hélice; el segundo, de Wilkins y sus colaboradores; y el tercero, de Franklin y Raymond Gosling, detallando los datos de difracción que sustentaban la estructura.

El modelo de Watson y Crick no solo explicaba la estructura del ADN, sino que sugería cómo esta estructura permitía almacenar, copiar y transmitir información genética. Esa capacidad de replicación automática basada en el emparejamiento de bases fue descrita por los propios autores como “una sugerencia inmediatamente obvia”, lo que refleja la claridad y profundidad del modelo propuesto.

En 1962, James Watson, Francis Crick y Maurice Wilkins fueron galardonados con el Premio Nobel de Fisiología o Medicina por sus descubrimientos relacionados con la estructura molecular de los ácidos nucleicos y su importancia para la transferencia de información en los sistemas vivos. Rosalind Franklin, quien había fallecido en 1958 a causa de un cáncer, fue excluida del reconocimiento, en parte debido a la norma que impide otorgar el Nobel de manera póstuma, pero también por la falta de visibilidad que tuvo su contribución en ese momento.

El trabajo de Watson y Crick marcó el inicio de la genética molecular moderna, abriendo la puerta a una revolución científica que desembocaría en la biotecnología, la genómica y, eventualmente, en proyectos como el genoma humano. Aunque su descubrimiento se consolidó como uno de los logros más importantes de la ciencia del siglo XX, también dejó preguntas abiertas sobre la ética del reconocimiento y la naturaleza colaborativa de la ciencia.

La historia de la ciencia está llena de avances extraordinarios, pero también de silencios y omisiones. Muchos de los nombres que hoy figuran como pioneros o visionarios se han construido a costa del olvido sistemático de quienes no encajaban en el perfil del “genio científico” tradicional: hombres, blancos, europeos o estadounidenses, respaldados por instituciones de prestigio y con redes de poder académico bien establecidas.

Rosalind Franklin murió a los 37 años, en pleno auge de su carrera, tras una lucha contra el cáncer. Nunca supo que su trabajo sería clave para que Watson y Crick formularan su modelo del ADN. Su nombre fue relegado a menciones técnicas, y durante años, su figura fue presentada como secundaria o simplemente omitida en relatos oficiales. La historiografía científica tardó décadas en rescatar su papel esencial.

Nettie Stevens, por su parte, realizó uno de los descubrimientos más fundamentales para la genetica: la identificación de los cromosomas sexuales y su rol en la determinación del sexo biológico. Su trabajo fue empíricamente impecable, pero a pesar de su relevancia, fue opacada por la figura de Thomas Hunt Morgan, quien con el tiempo recibiría el Premio Nobel. Stevens murió joven, y su legado quedó eclipsado por las narrativas dominantes.

Martha Chase, quien junto a Alfred Hershey demostró que el ADN era el material genético mediante el experimento del fago, también fue relegada a un rol secundario en los libros de texto. Mientras Hershey recibió el Nobel en 1969, Chase fue excluida de ese reconocimiento y poco a poco desapareció del panorama académico. En sus últimos años de vida, sufrió problemas de salud mental y vivió en condiciones precarias, alejada de la ciencia.

Estas historias no solo revelan desigualdades de género, sino que también reflejan los mecanismos de construcción del prestigio científico: jerarquías, autorías selectivas, redes de poder y silencios institucionales. La ciencia, aunque se presenta como una actividad objetiva y meritocrática, no está exenta de los sesgos y exclusiones que afectan a toda estructura social.

Recordar a Franklin, Stevens y Chase no es un acto de caridad histórica ni una concesión simbólica. Es un ejercicio necesario para comprender cómo se construye el conocimiento, cómo se reparte el crédito y quiénes quedan fuera del relato. Nos recuerda que la ciencia no es un viaje solitario de genios, sino un esfuerzo colectivo en el que muchas voces, especialmente las de las mujeres y minorías, han sido sistemáticamente silenciadas.

Reconocer las contribuciones colectivas no disminuye el valor de quienes alcanzaron el éxito visible. Al contrario, enriquece nuestra comprensión del conocimiento como una construcción social, producto de colaboraciones, debates, errores, rectificaciones y esfuerzos compartidos a lo largo del tiempo.

La historia del descubrimiento de la estructura del ADN ilustra con claridad este principio. No fue una revelación espontánea ni el logro aislado de un par de mentes brillantes. Fue el resultado de más de ochenta años de investigaciones, desde la nucleína de Miescher hasta los experimentos de Avery, Hershey y Chase; desde las observaciones cromosómicas de Stevens hasta las imágenes cristalográficas de Franklin. Cada uno de estos hitos aportó piezas esenciales para que Watson y Crick pudieran ensamblar el modelo final.

Visibilizar a quienes allanaron ese camino es un acto de justicia histórica, pero también un ejercicio de rigor académico y honestidad intelectual. Nos ayuda a comprender que el conocimiento científico es una empresa profundamente humana, influenciada por contextos sociales, culturales, institucionales y, a veces, por prejuicios y exclusiones.

Recordar a Rosalind Franklin, Nettie Stevens, Oswald Avery, Martha Chase y tantos otros no es simplemente llenar vacíos del pasado: es también una forma de inspirar a nuevas generaciones a hacer ciencia desde la colaboración, el reconocimiento mutuo y la equidad. Es apostar por una ciencia más inclusiva, plural y comprometida con el valor de todas las voces.

Al contar esta historia de forma más completa y justa, no solo honramos a quienes fueron fundamentales en el descubrimiento del ADN, sino que también contribuimos a construir una memoria científica más veraz y esperanzadora.

Este artículo ha querido poner en primer plano la riqueza colectiva y muchas veces invisibilizada de los esfuerzos que llevaron al descubrimiento de la estructura del ADN. Sin embargo, también es necesario reconocer y reflexionar sobre la figura de James D. Watson, recientemente fallecido el 6 de noviembre de 2025, y su papel central en uno de los hallazgos más influyentes del siglo XX.

En el próximo artículo realizaremos un recorrido por su vida y obra: desde sus inicios como joven prodigio de la biología molecular hasta su consagración con el Premio Nobel y los debates que generó su figura en décadas posteriores. Abordaremos tanto sus contribuciones científicas como los aspectos controvertidos de su pensamiento y apariciones públicas, con el objetivo de ofrecer una mirada completa, contextualizada y crítica.

Este homenaje estará inscrito dentro del marco histórico que hoy hemos explorado: una ciencia construida entre muchos, donde los logros individuales tienen sentido cuando se comprenden en relación con las redes de saber, colaboración y tensiones que los rodean.

Te invitamos a seguir esta serie de contenidos donde combinamos la divulgación científica con una mirada más humana, justa y plural de la historia de la ciencia.

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Este artículo busca reconocer las voces olvidadas detrás de uno de los descubrimientos más importantes de la ciencia. ¿Conocías estas historias? ¿Hay alguna figura científica que crees que también merece ser recordada? Déjanos tu comentario y comparte tu reflexión. ¡Queremos leerte!

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